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Agencia y paciencia de la utopía

Humanity 2.0. What it means to be human past, present and future by Steve Fuller. 
Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2011


Reviewed by María G. Navarro 



“(…) desde el punto de vista de la intención que la anima, cabría afirmar que la utopía es contraria a los hechos únicamente en la medida en que aquélla entraña una preferencia moral por otros hechos, de suerte que su contrafacticidad sería perfectamente compatible con su “sed de facticidad”, esto es, con la pretensión de que tengan lugar aquellos hechos en los que la utopía busca encontrar su cumplimiento.” 
Javier Muguerza, ‘Razón, utopía y disutopía’ Doxa 3 (1996) p. 160

«No hay tal lugar». Esa fue la traducción que dio Francisco de Quevedo en el siglo XVII a la versión inglesa de los vocablos griegos ou y tópos con que Tomás Moro compuso el famoso ‘nowhere’ de su Utopía. La etimología del neologismo se reserva sin embargo un descubrimiento posterior. Y es que si atendemos no sólo a los vocablos griegos sino a la fascinación que pudo sentir aquel hombre al leer memorias de viajes al Nuevo Continente como las de Américo Vespucio, tal vez podamos de nuevo redescubrir con asombro que el concepto intencional de la utopía no pude radicar en ningún lugar. Por eso, cuando de lo que se trata es de alumbrar su significado original y verdadero, no hay tierra a la vista ni inmediatez empírica ni coordenada geográfica posible para hacer radicar un tal lugar. A fin de cuentas, acaso esto sea así (y no es de extrañar) porque el empeño de quien acuñó este término no era otro que entender el memorial de un viaje.
     No habría de extrañar entonces la manifiesta tautología semántica de quien pretende realizar lo utópico, ya que el origen etimológico del término nos redescubre  —en esta segunda coda— el secreto de dos intencionalidades, de dos voluntades obstinadas. Únicamente a través de ellas es como podemos acariciar, una y otra vez, la esperanza de realizar un descubrimiento ulterior: porque al cabo ni la ruta de Américo Vespucio coincide exactamente con su memorial, ni toda la ciencia de Tomás Moro nos bastaría para convertir en una realidad tangible un ideal utópico de comunidad. En la etimología del término no era manifiesto por consiguiente que el no lugar de la utopía pudiera referirse, a fin de cuentas, a la dimensión intencional de un concepto.
     A este primer descubrimiento, relacionado con la cartografía intencional, mental, utópica —se ha dicho— de un concepto, se suma el hallazgo de que lo intencionado se encuentra, a pesar de todo, en alguna clase de lugar. De nuevo, al avanzar siquiera un paso, realizamos un descubrimiento sin región. El de que no hay coordenadas físico-espaciales para determinar la realización de lo que se intenciona. Por eso, en la cartografía de lo moral, el viajero tiene que distinguir entre la eu-topía y la dis-topía según sea el signo del correlato de la intención utópica con que nos representemos ese posible mundo alternativo. Mientras la eutopia nos presenta un mundo bueno, distopia nos advierte del extremo opuesto en la alternativa del perfecto mal, de la perfecta injusticia.
La fascinación que debió ejercer sobre Tomás Moro ese relato de viaje tal vez sea concausa del particular bucle en el que se sumergen desde entonces protagonista, narrador y lector en Utopía. Pues bien, es a partir de esa misma fascinación hacia el objeto y la experiencia que produce el relato sobre utopías (simultáneamente viaje y narración) como hay que entender los emprendimientos utópicos que proliferaron en algunos países de América latina durante los siglos XIX y XX.
 Cooperativas anarquistas, radios comunitarias, comunidades anabaptistas, colonias étnicas, falansterios fourieristas, líderes y movimientos anticolonialistas, centros culturales, ferias de trueque, fórmulas de cooperativismo integral, programas de TV colectiva, maestros socialistas, periódicos agitadores, experiencias comunitarias y pastorales, sociedades pacifistas, colonias agrícolas fundadas por familias judías, utopías colectivistas en torno a fábricas textiles como la de Villa Lynch, migrantes que habitan espacios en busca de la denominada «alquimia de la tierra», etc. Ernesto Bohoslasvsky nos recuerda esta expresión acuñada por la investigadora Mónica Quijada para referir la confianza del Estado argentino de comienzos del siglo XIX en el poder del territorio de argentinizar a la población a través, precisamente, de la alquimia de la tierra. El fenómeno utópico en América latina parece inacabable, se nos presenta revestido de un pluralismo que acaso sea mágico, por lo que leer El hilo rojo y En primera persona. Testimonios desde la Utopía suscita una extraña admiración —además de un creciente estupor— en el lector de hoy día. La diversidad y complejidad de los emprendimientos utópicos americanos no puede ser simplemente inabordable. En tiempos de paro, recesión y crisis nacional y europea de la política parece no solo razonable sino moralmente necesario preguntarse si de veras han recibido suficiente atención desde un punto de vista político, económico y académico estas insólitas experiencias de la América utópica protagonizadas por guaraníes, argentinos, franceses, chilenos, galeses, australianos, españoles, irlandeses, holandeses, uruguayos, alemanes, paraguayos, rusos, mexicanos, ingleses, colombianos, belgas, mybas, estadounidenses, etc. ¿Se han investigado como merecen estas formas de agencia colectiva para la provisión de soluciones a nuestros problemas económicos, organizacionales, políticos, educativos, o incluso simbólicos?
    Las clasificaciones que realizó Steven Lukes en El viaje del profesor Caritat parecen poder alumbrar los principios que inspiran cada una de las sociedades concebidas: Militaria, Utilitaria, Comunitaria, Proletaria, Libertas, Intolerancia y Egalitaria. Nada son, sin embargo, todas ellas si esa dimensión intencional de lo utópico (hermanada para nosotros aquí con la experiencia del viaje y del relato) no nos ayuda a atisbar la inseparable conexión entre emprendimiento utópico y emprendimiento socio-político, y, por consiguiente, entre la construcción de la sociedad ideal y la resolución de problemas que acucian y desesperan a la sociedad real. La lectura de estos libros nos redescubre el lugar que ocupamos todos nosotros cuando la desconexión entre los planos antedichos toma asiento. «Éramos como una linterna sin luz. Preservábamos una cáscara vacía (la comunidad) sin contenido». Esta fue la metáfora testimoniada por Peter Mathis, miembro de una comunidad anabaptista en el Paraguay del siglo XIX, y sobre la que escribe Yaacov Oved en El hilo rojo (p. 116). Acaso sirva para describir las consecuencias derivadas no sólo del fracaso de los ideales políticos sino de la paulatina desconexión —acaso programada— de los ideales de acción respecto a la acción misma. Si nos mantenemos en ese mismo siglo, nos encontramos con que las perspectivas esgrimidas para clasificar los distintos modelos de sociedad ideal insisten por lo general en la defensa bien de las virtualidades de la postura funcional (como menciona Lewis Mumford en The City in History: Its Origins, Its Transformations, and Its Prospects), bien en las virtualidades de la historia que encadena con afán enciclopédico y comprensivo autores, etapas y constelaciones del pensamiento utópico (como hacen Elisabeth Hansot en Perfections and Progress. Two Models of Utopian Thought o Judith Shklar en su artículo The Political Theory of Utopia: From Melancholy to Nostalgia’). Un lugar especial ocupan también los análisis de las sociedades ideales basados en el estudio de los constreñimientos materiales que definen cada concepción de la sociedad utópica. Acaso tal inventario sea tan provisional como maravilloso.
    No hay duda de que, de haber podido leer estos relatos de la América latina, Steven Lukes habría reparado en el hecho de que los testimonios, historias y experiencias vivenciadas que editan ahora, en el primer caso, Marisa González de Oleaga y, en el segundo, esta misma autora con Ernesto Bohoslavsky, suponen una perspectiva nueva en los estudios sobre pensamiento utópico. Estos trabajos ni están inspirados en un principio funcional ni su propósito es compendiar aquellos aspectos materiales que intervienen en la representación de esos mundos alternativos, como de utopía. A riesgo de equivocarme, según  ese nuevo principio —al que se refería también Darko Suvin— las utopías serían algo así como «artefactos verbales». De ahí que comenzáramos a escribir aludiendo a la experiencia de fascinación que, de seguro, precedió al alumbramiento del neologismo.
    Estos artefactos verbales tienen algo en común con el género novelesco, con la literatura de viajes, y se reservan virtualidades que no agota ni la indagación historiográfica ni el examen más meticuloso de las condiciones materiales que habrían de conformar las experiencias vividas. «No se trata, pues —en palabras de González de Oleaga—, solo de seguir acumulando conocimiento histórico sobre regularidades sociales y políticas, sino de ofrecer relatos de otros mundos alternativos que tuvieron lugar, con la esperanza de que esas otras posibilidades contribuyan a reestructurar las experiencias actuales o, lo que es lo mismo, a mostrarnos otras formas de experimentar lo real» (pp. 305-306). Como consecuencia de ello, el resultado de la investigación histórica presentada en estos dos volúmenes comparte ciertos rasgos utópicos con su objeto de estudio. Esto es así debido al menos a dos de las motivaciones en que se inspiran las alternativas de sociedad exploradas. La primera tiene que ver con la necesidad moral y política de encontrar nuevos sistemas de distribución de los bienes y la riqueza; pero también de las capacidades y los conocimientos. La segunda motivación tiene que ver con la esencia del compromiso de toda actividad investigadora, a saber, la comprensión de que los nexos entre las intenciones, las acciones y los efectos ni están garantizados ni están expuestos ante nuestros ojos con inequívoco gesto. Según yo lo veo, este particular revival de la utopía está basado en las virtualidades de la utopía como artefacto verbal. Tal y como ponen de manifiesto sus protagonistas y analistas, este artefacto de lo verbal tiene que ver, precisamente, con la acción. Fernando Aínsa afirma En primera persona: «La utopía sigue siendo una realidad y una necesidad que ya no tiene como eje la construcción de sistemas, sino la creación de una responsabilidad individual unida a la interacción colectiva» (p. 98). Ejemplo de ello fue el cooperativismo integral de la Comunidad del Sur en Montevideo. Raquel Fosalba Cagnani rememora y describe este proyecto comunitario en el que, tras una historia acumulada de pensamiento (Mikhail Bakunin, Martin Buber, Peter Kropotkin, etc.) pero también de acción (falansterios, colonias libres de Escocia, kibbutz, comunidades cristianas, etc.) un grupo de personas comprueban lo que, por supuesto, todos nosotros sabemos, aunque por lo general no ensayamos: «Al trabajar sin espíritu competitivo aportábamos generosamente los conocimientos y, solidariamente, rotábamos en otras secciones, cubriendo así las necesidades productivas (…)» (p. 164). Si miramos de cerca estos artefactos verbales, descubrimos que la responsabilidad individual de la que mana la interacción colectiva está teñida en muchos casos de desesperanza, cuando no de desesperación. Este es, por ejemplo, el caso de los trabajadores que en la Buenos Aires de 2001 optaron por permanecer en sus puestos de trabajo cuando, de hecho, los habían perdido. Gabriela Wyczykier hace un análisis del fenómeno de la recuperación de empresas por parte de sus trabajadores. Un proceso que tiene lugar en el siglo XX en distintos países (Italia, Perú, Chile, Argentina, España), y que en Argentina dio lugar a formas de asociación como el Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas o el Movimiento Nacional de Fábricas Recuperadas por sus Trabajadores. La desesperanza lleva a la acción a grupos de trabajadores que afrontan los riesgos económicos, pero también sociales, psicológicos y simbólicos ocasionados por la pérdida del trabajo en un contexto de crisis sistémica.
     La relación entre intenciones, acciones, causas y efectos no es de necesidad lógica. Prueba de ello es el obstinado emprendimiento utópico que lleva a trabajadores de empresas gráficas y metalúrgicas argentinas a transformar sus rutinas de trabajo y a disciplinarse colectivamente para alcanzar sus propios objetivos de gestión tras desmantelar la antigua estructura jerárquica. Todo ello en un intento desesperado de sortear el escenario de la nueva precariedad legal de la empresa colectiva y de superar los problemas derivados de la imposibilidad de acceder a créditos bancarios. Cualquiera diría que existen casos en los que se comprueba la existencia no sólo de esa extraña «alquimia de la tierra» sino de lo que podríamos llamar aquí una cierta «alquimia de la acción». Para definir en qué consistiría esta fórmula se puede encontrar inspiración en la afirmación de Franco Berarni —rescatada aquí por Ximena Tordini y Ernesto Lamas— según la cual «aquellos que no luchan por sí mismos sino para los demás son gente valiosísima, pero no pueden vencer, no pueden transformar verdaderamente la realidad» (p. 224). Las acciones en general no tienen asegurado por sí mismas el poder transformador de lo real.
    La dimensión activa de la vida —la agencia—, que corresponde tanto con la actitud de actuar como con el resultado de lo hecho o lo producido, no puede separarse de la paciencia —del verbo latino patior, que significa padecer o soportar— precisamente porque nos da una idea de que quien actúa también padece el mundo que a un tiempo hace y soporta.  En la conferencia «Medio siglo de Sujeto y Comunidad» impartida por  Carlos Thiebaut en la Fundación Juan March en 2005 (accesible a través de su página web, en archivo sonoro) el filósofo español encontraba para esta doble dimensión —ciertamente paradójica— presente en la actitud de actuar (un mundo) y padecer (un mundo de agencias) una formulación particularmente atractiva, a saber: «hacemos el mundo que nos hace». Con esta fórmula, Thiebaut aludía a la circunstancia de que tener identidades particulares y pertenecer a las cosas, a los lugares que nos rodean y en los que estamos, no implica que no podamos modificar, precisamente, esa identidad o esa pertenencia. Por eso, a mi modo de ver, puede decirse que agencia y paciencia constituyen dos dimensiones fundamentales de la utopía toda vez que, si bien podemos afirmar con Quevedo que «no hay tal lugar» también podemos constatar que el efecto de la dimensión intencional de nuestros viajes y relatos de mundos (utópicos) alternativos (ya sean estos eutopías o distopías) tiene consecuencias y actúa sobre nosotros. Hay agencia y hay paciencia en todo emprendimiento utópico.
     A su vez, parece ineludible y necesario hallar principios con los que explorar esa doble dimensión presente en los emprendimientos y mundos utópicos, ya que —como hemos visto—, en ellos, la dimensión activa de la vida está ligada a la dimensión pasiva del padecer o soportar los mismos sistemas de pertenencia que producimos, y que, finalmente, conforman buena parte de lo que todos entendemos por mundo. La búsqueda de esos principios resulta fundamental para realizar las innovaciones políticas, sociales y antropológicas con las que elaborar futuros alternativos en la historia de la humanidad. En gran parte, en eso consiste precisamente la vocación de la sociología cuando esta es entendida como «ciencia de la utopía» como en el caso no sólo de H. G. Wells sino de un filósofo y sociólogo como Steve Fuller. Para poder desarrollar esa clase de ciencia es necesario hacer uso de razonamientos contrafácticos. En cierto modo, esto es lo mismo que decir que aceptamos el desafío de producir razonamientos experimentales con el fin de examinar los modos alternativos de pensar el significado de nuestro pasado, presente y futuro como seres humanos. Los resultados de la investigación de Ruth M. J. Byrne sobre el razonamiento contrafáctico como procedimiento mental para crear alternativas a la realidad que pueden leerse en The Rational Imagination prueban que pensar imaginativamente sobre lo posible no es algo distinto de pensar racionalmente. Y esto último vale también, por supuesto, para describir el razonamiento contrafáctico en torno a hechos pasados.
    Según Fuller, este tipo de razonamiento sugiere dos alternativas elementales para pensar esa especie de registro histórico que es el pasado. Por una parte, se puede pensar que nuestras inferencias son válidas incluso aceptando la posibilidad de encontrar indicios —o incluso vestigios— que pudieran indicar que el pasado pudo ser sustancialmente diferente de lo aparentemente manifiesto. Pero también cabe pensar que los eventos en cuestión podrían haberse desarrollado en un sentido ligeramente diferente. Fuller establece una distinción entre los resultados de ambos tipos de razonamiento contrafáctico cuando afirma que mientras el primero refleja una perspectiva overdetermined, o sobredeterminada, de la historia, el segundo refleja—por el contrario—un sentido undetermined, o indeterminado, de la misma. En un primer momento, esta caracterización tal vez podría llevar a equívoco. Para evitarlo, quizás sea necesario precisar que esta distinción no establece ni división ni dicotomía entre detractores y defensores del llamado «punto de vista ideal del observador». Precisamente porque ambas perspectivas comparten el hecho de estar radicadas dentro de la historia (sobre cuya estructura interna establecen, en todo caso, diferencias de grado) es por lo que no cabe confundirlas con la perspectiva divina —completamente otra—, ya que lo que esta última conlleva es la posibilidad de contemplar la historia desde fuera de ella (sub specie aeternitatis).
   Únicamente salvando esa diferencia es como cabe entender el ejercicio de razonamiento contrafáctico que Fuller afirma poder imaginar en el espíritu de un viajero en el tiempo que tiene como objetivo persuadir, en lugar de simplemente entender (por no existir ese punto de vista ideal) a los nativos que encuentra: con seguridad, personas, comunidades del pasado, pero también, por qué no, del mañana, comunidades y hombres del futuro. Una de las consecuencias de esa forma de razonamiento experimental es que nos permite tratar a los habitantes del pasado como si fueran nuestros propios contemporáneos; aunque en un sentido indeterminado. Pero ¿qué quiere decir esto? Que ese experimento racional e imaginativo supone adoptar un estado mental por medio del cual concedemos al pasado el poder de cambiar nuestra mentalidad actual de modo tal que nos permita renegociar nuestra relación con el mismo. Los resultados de esta concepción del razonamiento contrafáctico irían más allá de esa otra concepción según la cual, los contrafácticos podrían reducirse a una forma de falacia: la consistente en formular una cuestión o pregunta ficticia, que no es tal. Esta posición exigiría, en puridad, examinar en cada caso el argumento expuesto para dirimir su inconsistencia o, por el contrario, su acierto. No obstante, aquí lo que nos interesa analizar es si no es el caso que este tipo de razonamiento tiene el poder de «expandir» nuestra mente por medio, precisamente, de la expansión de nuestra imaginación y del número de casos hipotéticos a contemplar. Los detractores de este tipo de razonamiento, así como de sus tramas argumentativas, que consideran falaces, tal vez no resalten suficientemente bien un aspecto determinante del mismo, aquel al que se refería el politólogo Richard Ned Lebow en su artículo ‘What’s so Different About Counterfactual? publicado en 2000 en la revista World politics. Me refiero a la importancia de tomar conciencia de la contingencia de las alternativas posibles, pues está comprobado que en los casos en los que nos proyectamos reflexiva y contrafactualmente sobre un escenario cualquiera, obtenemos la ventaja de ser conscientes de la contingencia de los resultados obtenidos.  
     Llegados a este punto, se comprenderá que los razonamientos experimentales (para los que el lector, en un ejercicio de imaginación, puede buscar protagonistas y tramas concretas; pues razona siempre alguien y sobre algo) son una especie de bisagra entre pasado, presente y futuro. Ellos estructuran de un modo u otro (bien desde la indeterminación, bien desde la sobredeterminación) esa doble dimensión de agencia y paciencia en que se desarrolla nuestra vida. 


Referencias



Carlos Thiebaut ‘Medio siglo de Sujeto y Comunidad’. Conferencia impartida el 5 de mayo de 2005 en el Ciclo “Medio siglo de Filosofía” organizado por la Fundación Juan March. http://www.march.es/conferencias/anteriores/voz.aspx?p1=2393&l=1 (consultada el 10 de agosto de 2013).


Marisa González de Oleaga y Ernesto Bohoslavsky (comp.) (2009) El hilo rojo. Palabras y prácticas de la utopía en América latina. Buenos Aires, Paidós.

Steve Fuller (2011) Humanity 2.0. What it means to be human past, present and future. Basingstoke, Palgrave Macmillan.

Steve Fuller (2008) ‘The Normative Turn. Counterfactual and a Philosophical Historiography of Science’ Isis vol. 99 (No.3) 576-584.

Steve Fuller (2011) ‘Why Does History Matter to the Science Studies Disciplines? A Case for Giving the Past Back its Future’ Journal of the Philosophy of History 5(3) 562-585.

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