Humanity 2.0. What it means to be human past, present and
future by Steve Fuller.
Reviewed by María G. Navarro
“(…) desde el punto de vista de la intención que la anima, cabría
afirmar que la utopía es contraria a los hechos únicamente en la medida en que
aquélla entraña una preferencia moral por otros hechos, de suerte que su
contrafacticidad sería perfectamente compatible con su “sed de facticidad”,
esto es, con la pretensión de que tengan lugar aquellos hechos en los que la
utopía busca encontrar su cumplimiento.”
Javier Muguerza, ‘Razón, utopía y disutopía’ Doxa 3 (1996) p. 160
Javier Muguerza, ‘Razón, utopía y disutopía’ Doxa 3 (1996) p. 160
«No hay tal lugar». Esa fue la traducción que dio Francisco de Quevedo en el siglo
XVII a la versión inglesa de los vocablos griegos ou y tópos con que Tomás
Moro compuso el famoso ‘nowhere’ de su Utopía.
La etimología del neologismo se reserva sin embargo un descubrimiento
posterior. Y es que si atendemos no sólo a los vocablos griegos sino a la
fascinación que pudo sentir aquel hombre al leer memorias de viajes al Nuevo
Continente como las de Américo Vespucio, tal vez podamos de nuevo redescubrir
con asombro que el concepto intencional de la utopía no pude radicar en ningún
lugar. Por eso, cuando de lo que se trata es de alumbrar su significado
original y verdadero, no hay tierra a la
vista ni inmediatez empírica ni coordenada geográfica posible para hacer
radicar un tal lugar. A fin de cuentas, acaso esto sea así (y no es de
extrañar) porque el empeño de quien acuñó este término no era otro que entender
el memorial de un viaje.
No habría de
extrañar entonces la manifiesta tautología semántica de quien pretende realizar
lo utópico, ya que el origen etimológico del término nos redescubre —en esta segunda coda— el secreto de dos
intencionalidades, de dos voluntades obstinadas. Únicamente a través de ellas
es como podemos acariciar, una y otra vez, la esperanza de realizar un
descubrimiento ulterior: porque al cabo ni la ruta de Américo Vespucio coincide
exactamente con su memorial, ni toda la ciencia de Tomás Moro nos bastaría para
convertir en una realidad tangible un ideal utópico de comunidad. En la
etimología del término no era manifiesto por consiguiente que el no lugar de la
utopía pudiera referirse, a fin de cuentas, a la dimensión intencional de un
concepto.
A este primer
descubrimiento, relacionado con la cartografía intencional, mental, utópica —se
ha dicho— de un concepto, se suma el hallazgo de que lo intencionado se
encuentra, a pesar de todo, en alguna clase de lugar. De nuevo, al avanzar
siquiera un paso, realizamos un descubrimiento sin región. El de que no hay
coordenadas físico-espaciales para determinar la realización de lo que se
intenciona. Por eso, en la cartografía de lo moral, el viajero tiene que
distinguir entre la eu-topía y la dis-topía según sea el signo del
correlato de la intención utópica con que nos representemos ese posible mundo
alternativo. Mientras la eutopia nos
presenta un mundo bueno, distopia nos
advierte del extremo opuesto en la alternativa del perfecto mal, de la perfecta
injusticia.
La fascinación que
debió ejercer sobre Tomás Moro ese relato de viaje tal vez sea concausa del
particular bucle en el que se sumergen desde entonces protagonista, narrador y
lector en Utopía. Pues bien, es a
partir de esa misma fascinación hacia el objeto y la experiencia que produce el
relato sobre utopías (simultáneamente viaje y narración) como hay que entender
los emprendimientos utópicos que proliferaron en algunos países de América
latina durante los siglos XIX y XX.
Cooperativas
anarquistas, radios comunitarias, comunidades anabaptistas, colonias étnicas,
falansterios fourieristas, líderes y movimientos anticolonialistas, centros culturales,
ferias de trueque, fórmulas de cooperativismo integral, programas de TV
colectiva, maestros socialistas, periódicos agitadores, experiencias
comunitarias y pastorales, sociedades pacifistas, colonias agrícolas fundadas
por familias judías, utopías colectivistas en torno a fábricas textiles como la
de Villa Lynch, migrantes que habitan espacios en busca de la denominada «alquimia de la tierra», etc. Ernesto Bohoslasvsky nos
recuerda esta expresión acuñada por la investigadora Mónica Quijada para referir
la confianza del Estado argentino de comienzos del siglo XIX en el poder del
territorio de argentinizar a la población a través, precisamente, de la
alquimia de la tierra. El fenómeno utópico en América latina parece inacabable,
se nos presenta revestido de un pluralismo que acaso sea mágico, por lo que
leer El hilo rojo y En primera persona. Testimonios desde la
Utopía suscita una extraña admiración —además de un creciente estupor— en
el lector de hoy día. La diversidad y complejidad de los emprendimientos
utópicos americanos no puede ser simplemente inabordable. En tiempos de paro,
recesión y crisis nacional y europea de la política parece no solo razonable
sino moralmente necesario preguntarse si de veras han recibido suficiente
atención desde un punto de vista político, económico y académico estas
insólitas experiencias de la América utópica protagonizadas por guaraníes,
argentinos, franceses, chilenos, galeses, australianos, españoles, irlandeses,
holandeses, uruguayos, alemanes, paraguayos, rusos, mexicanos, ingleses,
colombianos, belgas, mybas, estadounidenses, etc. ¿Se han investigado como
merecen estas formas de agencia colectiva para la provisión de soluciones a
nuestros problemas económicos, organizacionales, políticos, educativos, o
incluso simbólicos?
Las clasificaciones
que realizó Steven Lukes en El viaje del
profesor Caritat parecen poder alumbrar los principios que inspiran cada
una de las sociedades concebidas: Militaria, Utilitaria, Comunitaria,
Proletaria, Libertas, Intolerancia y Egalitaria. Nada son, sin embargo, todas
ellas si esa dimensión intencional de lo utópico (hermanada para nosotros aquí
con la experiencia del viaje y del relato) no nos ayuda a atisbar la
inseparable conexión entre emprendimiento utópico y emprendimiento socio-político,
y, por consiguiente, entre la construcción de la sociedad ideal y la resolución
de problemas que acucian y desesperan a la sociedad real. La lectura de estos
libros nos redescubre el lugar que ocupamos todos nosotros cuando la
desconexión entre los planos antedichos toma asiento. «Éramos como una
linterna sin luz. Preservábamos una cáscara vacía (la comunidad) sin
contenido». Esta fue la
metáfora testimoniada por Peter Mathis, miembro de una comunidad anabaptista en
el Paraguay del siglo XIX, y sobre la que escribe Yaacov Oved en El hilo rojo (p. 116). Acaso sirva para
describir las consecuencias derivadas no sólo del fracaso de los ideales
políticos sino de la paulatina desconexión —acaso programada— de los ideales de
acción respecto a la acción misma. Si nos mantenemos en ese mismo siglo, nos
encontramos con que las perspectivas esgrimidas para clasificar los distintos
modelos de sociedad ideal insisten por lo general en la defensa bien de las
virtualidades de la postura funcional (como menciona Lewis Mumford en The City in History: Its Origins, Its
Transformations, and Its Prospects), bien en las virtualidades de la
historia que encadena con afán enciclopédico y comprensivo autores, etapas y
constelaciones del pensamiento utópico (como hacen Elisabeth Hansot en Perfections and Progress. Two
Models of Utopian Thought
o Judith Shklar en su artículo ‘The
Political Theory of Utopia: From Melancholy to Nostalgia’). Un lugar especial
ocupan también los análisis de las sociedades ideales basados en el estudio de
los constreñimientos materiales que definen cada concepción de la sociedad
utópica. Acaso tal inventario sea tan provisional como maravilloso.
No hay duda de que,
de haber podido leer estos relatos de la América latina, Steven Lukes habría
reparado en el hecho de que los testimonios, historias y experiencias
vivenciadas que editan ahora, en el primer caso, Marisa González de Oleaga y,
en el segundo, esta misma autora con Ernesto Bohoslavsky, suponen una
perspectiva nueva en los estudios sobre pensamiento utópico. Estos trabajos ni
están inspirados en un principio funcional ni su propósito es compendiar
aquellos aspectos materiales que intervienen en la representación de esos
mundos alternativos, como de utopía. A riesgo de equivocarme, según ese nuevo principio —al que se refería
también Darko Suvin— las utopías serían algo así como «artefactos verbales». De ahí que comenzáramos a
escribir aludiendo a la experiencia de fascinación que, de seguro, precedió al
alumbramiento del neologismo.
Estos artefactos
verbales tienen algo en común con el género novelesco, con la literatura de
viajes, y se reservan virtualidades que no agota ni la indagación
historiográfica ni el examen más meticuloso de las condiciones materiales que
habrían de conformar las experiencias vividas. «No se trata, pues —en palabras de González de
Oleaga—, solo de seguir acumulando conocimiento histórico sobre regularidades
sociales y políticas, sino de ofrecer relatos de otros mundos alternativos que
tuvieron lugar, con la esperanza de que esas otras posibilidades contribuyan a
reestructurar las experiencias actuales o, lo que es lo mismo, a mostrarnos
otras formas de experimentar lo real»
(pp. 305-306). Como consecuencia de ello, el resultado de la
investigación histórica presentada en estos dos volúmenes comparte ciertos
rasgos utópicos con su objeto de estudio. Esto es así debido al menos a dos de
las motivaciones en que se inspiran las alternativas de sociedad exploradas. La
primera tiene que ver con la necesidad moral y política de encontrar nuevos
sistemas de distribución de los bienes y la riqueza; pero también de las
capacidades y los conocimientos. La segunda motivación tiene que ver con la
esencia del compromiso de toda actividad investigadora, a saber, la comprensión
de que los nexos entre las intenciones, las acciones y los efectos ni están
garantizados ni están expuestos ante nuestros ojos con inequívoco gesto. Según
yo lo veo, este particular revival de
la utopía está basado en las virtualidades de la utopía como artefacto verbal.
Tal y como ponen de manifiesto sus protagonistas y analistas, este artefacto de
lo verbal tiene que ver, precisamente, con la acción. Fernando Aínsa afirma En primera persona: «La utopía sigue siendo una
realidad y una necesidad que ya no tiene como eje la construcción de sistemas,
sino la creación de una responsabilidad individual unida a la interacción
colectiva» (p. 98). Ejemplo
de ello fue el cooperativismo integral de la Comunidad del Sur en Montevideo.
Raquel Fosalba Cagnani rememora y describe este proyecto comunitario en el que,
tras una historia acumulada de pensamiento (Mikhail Bakunin, Martin Buber,
Peter Kropotkin, etc.) pero también de acción (falansterios, colonias libres de
Escocia, kibbutz, comunidades cristianas, etc.) un grupo de personas comprueban
lo que, por supuesto, todos nosotros sabemos, aunque por lo general no
ensayamos: «Al trabajar sin
espíritu competitivo aportábamos generosamente los conocimientos y,
solidariamente, rotábamos en otras secciones, cubriendo así las necesidades
productivas (…)» (p. 164).
Si miramos de cerca estos artefactos verbales, descubrimos que la
responsabilidad individual de la que mana la interacción colectiva está teñida
en muchos casos de desesperanza, cuando no de desesperación. Este es, por ejemplo,
el caso de los trabajadores que en la Buenos Aires de 2001 optaron por
permanecer en sus puestos de trabajo cuando, de hecho, los habían perdido.
Gabriela Wyczykier hace un análisis del fenómeno de la recuperación de empresas
por parte de sus trabajadores. Un proceso que tiene lugar en el siglo XX en
distintos países (Italia, Perú, Chile, Argentina, España), y que en Argentina
dio lugar a formas de asociación como el Movimiento Nacional de Empresas
Recuperadas o el Movimiento Nacional de Fábricas Recuperadas por sus
Trabajadores. La desesperanza lleva a la acción a grupos de trabajadores que
afrontan los riesgos económicos, pero también sociales, psicológicos y
simbólicos ocasionados por la pérdida del trabajo en un contexto de crisis
sistémica.
La relación entre
intenciones, acciones, causas y efectos no es de necesidad lógica. Prueba de
ello es el obstinado emprendimiento utópico que lleva a trabajadores de
empresas gráficas y metalúrgicas argentinas a transformar sus rutinas de
trabajo y a disciplinarse colectivamente para alcanzar sus propios objetivos de
gestión tras desmantelar la antigua estructura jerárquica. Todo ello en un
intento desesperado de sortear el escenario de la nueva precariedad legal de la
empresa colectiva y de superar los problemas derivados de la imposibilidad de
acceder a créditos bancarios. Cualquiera diría que existen casos en los que se
comprueba la existencia no sólo de esa extraña «alquimia de la tierra» sino de lo que podríamos llamar aquí una cierta «alquimia de la acción». Para definir en qué
consistiría esta fórmula se puede encontrar inspiración en la afirmación de
Franco Berarni —rescatada aquí por Ximena Tordini y Ernesto Lamas— según la
cual «aquellos que no
luchan por sí mismos sino para los demás son gente valiosísima, pero no pueden
vencer, no pueden transformar verdaderamente la realidad» (p. 224). Las acciones en general no tienen
asegurado por sí mismas el poder transformador de lo real.
La dimensión activa
de la vida —la agencia—, que corresponde tanto con la actitud de actuar como
con el resultado de lo hecho o lo producido, no puede separarse de la paciencia
—del verbo latino patior, que
significa padecer o soportar— precisamente porque nos da una
idea de que quien actúa también padece el mundo que a un tiempo hace y
soporta. En la conferencia «Medio siglo de Sujeto y Comunidad» impartida por Carlos Thiebaut en la
Fundación Juan March en 2005 (accesible a través de su página web, en archivo
sonoro) el filósofo español encontraba para esta doble dimensión —ciertamente
paradójica— presente en la actitud de actuar (un mundo) y padecer (un mundo de
agencias) una formulación particularmente atractiva, a saber: «hacemos el mundo
que nos hace». Con esta
fórmula, Thiebaut aludía a la circunstancia de que tener identidades
particulares y pertenecer a las cosas, a los lugares que nos rodean y en los
que estamos, no implica que no podamos modificar, precisamente, esa identidad o
esa pertenencia. Por eso, a mi modo de ver, puede decirse que agencia y
paciencia constituyen dos dimensiones fundamentales de la utopía toda vez que,
si bien podemos afirmar con Quevedo que «no hay tal lugar» también podemos constatar que
el efecto de la dimensión intencional de nuestros viajes y relatos de mundos
(utópicos) alternativos (ya sean estos eutopías o distopías) tiene
consecuencias y actúa sobre nosotros. Hay agencia y hay paciencia en todo
emprendimiento utópico.
A su vez, parece
ineludible y necesario hallar principios con los que explorar esa doble
dimensión presente en los emprendimientos y mundos utópicos, ya que —como hemos
visto—, en ellos, la dimensión activa de la vida está ligada a la dimensión
pasiva del padecer o soportar los mismos sistemas de pertenencia que
producimos, y que, finalmente, conforman buena parte de lo que todos entendemos
por mundo. La búsqueda de esos
principios resulta fundamental para realizar las innovaciones políticas,
sociales y antropológicas con las que elaborar futuros alternativos en la
historia de la humanidad. En gran parte, en eso consiste precisamente la
vocación de la sociología cuando esta es entendida como «ciencia de la utopía» como en el caso no sólo de H.
G. Wells sino de un filósofo y sociólogo como Steve Fuller. Para poder
desarrollar esa clase de ciencia es necesario hacer uso de razonamientos
contrafácticos. En cierto modo, esto es lo mismo que decir que aceptamos el
desafío de producir razonamientos
experimentales con el fin de examinar los modos alternativos de pensar el
significado de nuestro pasado, presente y futuro como seres humanos. Los
resultados de la investigación de Ruth M. J. Byrne sobre el razonamiento
contrafáctico como procedimiento mental para crear alternativas a la realidad
que pueden leerse en The Rational
Imagination prueban que pensar imaginativamente sobre lo posible no es algo
distinto de pensar racionalmente. Y esto último vale también, por supuesto,
para describir el razonamiento contrafáctico en torno a hechos pasados.
Según Fuller, este
tipo de razonamiento sugiere dos alternativas elementales para pensar esa
especie de registro histórico que es el pasado. Por una parte, se puede pensar
que nuestras inferencias son válidas incluso aceptando la posibilidad de
encontrar indicios —o incluso vestigios— que pudieran indicar que el pasado
pudo ser sustancialmente diferente de lo aparentemente manifiesto. Pero también
cabe pensar que los eventos en cuestión podrían haberse desarrollado en un
sentido ligeramente diferente. Fuller establece una distinción entre los
resultados de ambos tipos de razonamiento contrafáctico cuando afirma que mientras
el primero refleja una perspectiva overdetermined,
o sobredeterminada, de la historia, el segundo refleja—por el contrario—un
sentido undetermined, o
indeterminado, de la misma. En un primer momento, esta caracterización tal vez
podría llevar a equívoco. Para evitarlo, quizás sea necesario precisar que esta
distinción no establece ni división ni dicotomía entre detractores y defensores
del llamado «punto de vista ideal del observador». Precisamente porque ambas perspectivas comparten el
hecho de estar radicadas dentro de la historia (sobre cuya estructura interna
establecen, en todo caso, diferencias de grado) es por lo que no cabe
confundirlas con la perspectiva divina —completamente otra—, ya que lo que esta
última conlleva es la posibilidad de contemplar la historia desde fuera de ella
(sub specie aeternitatis).
Únicamente salvando esa diferencia es como
cabe entender el ejercicio de razonamiento contrafáctico que Fuller afirma
poder imaginar en el espíritu de un viajero en el tiempo que tiene como
objetivo persuadir, en lugar de simplemente entender (por no existir ese punto
de vista ideal) a los nativos que encuentra: con seguridad, personas,
comunidades del pasado, pero también, por qué no, del mañana, comunidades y
hombres del futuro. Una de las consecuencias de esa forma de razonamiento
experimental es que nos permite tratar a los habitantes del pasado como si
fueran nuestros propios contemporáneos; aunque en un sentido indeterminado.
Pero ¿qué quiere decir esto? Que ese experimento racional e imaginativo supone
adoptar un estado mental por medio del cual concedemos al pasado el poder de
cambiar nuestra mentalidad actual de modo tal que nos permita renegociar
nuestra relación con el mismo. Los resultados de esta concepción del
razonamiento contrafáctico irían más allá de esa otra concepción según la cual,
los contrafácticos podrían reducirse a una forma de falacia: la consistente en
formular una cuestión o pregunta ficticia, que no es tal. Esta posición
exigiría, en puridad, examinar en cada caso el argumento expuesto para dirimir
su inconsistencia o, por el contrario, su acierto. No obstante, aquí lo que nos
interesa analizar es si no es el caso que este tipo de razonamiento tiene el
poder de «expandir» nuestra
mente por medio, precisamente, de la expansión de nuestra imaginación y del
número de casos hipotéticos a contemplar. Los detractores de este tipo de
razonamiento, así como de sus tramas argumentativas, que consideran falaces,
tal vez no resalten suficientemente bien un aspecto determinante del mismo,
aquel al que se refería el politólogo Richard Ned Lebow en su artículo ‘What’s
so Different About Counterfactual?’
publicado en 2000 en la revista World
politics. Me refiero a la importancia de tomar conciencia de la contingencia
de las alternativas posibles, pues está comprobado que en los casos en los que
nos proyectamos reflexiva y contrafactualmente sobre un escenario cualquiera,
obtenemos la ventaja de ser conscientes de la contingencia de los resultados
obtenidos.
Llegados a este
punto, se comprenderá que los razonamientos experimentales (para los que el
lector, en un ejercicio de imaginación, puede buscar protagonistas y tramas
concretas; pues razona siempre alguien y sobre algo) son una especie de bisagra
entre pasado, presente y futuro. Ellos estructuran de un modo u otro (bien
desde la indeterminación, bien desde la sobredeterminación) esa doble dimensión
de agencia y paciencia en que se desarrolla nuestra vida.
Referencias
Carlos Thiebaut ‘Medio siglo de Sujeto y Comunidad’. Conferencia impartida
el 5 de mayo de 2005 en el Ciclo “Medio siglo de Filosofía” organizado por la
Fundación Juan March. http://www.march.es/conferencias/anteriores/voz.aspx?p1=2393&l=1
(consultada el 10 de agosto de 2013).
Marisa González de Oleaga y Ernesto Bohoslavsky (comp.)
(2009) El hilo rojo. Palabras y prácticas de la utopía en América latina.
Buenos Aires, Paidós.
Steve
Fuller (2011) Humanity 2.0. What it means to be human past, present and
future. Basingstoke, Palgrave Macmillan.
Steve
Fuller (2008) ‘The Normative Turn. Counterfactual and a Philosophical
Historiography of Science’ Isis vol. 99
(No.3) 576-584.
Steve
Fuller (2011) ‘Why Does History Matter to the Science Studies Disciplines? A
Case for Giving the Past Back its Future’ Journal of the Philosophy of
History 5(3) 562-585.
María G. Navarro. Isegoría. Revista de filosofía moral y política (2014) 54: 408-414
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