Estética de la
confianza
by Lluís X. Álvarez
Barcelona: Herder Editorial, 2006
Reviewed by María G. Navarro
En Die
Aktualität des Schönen. Kunst
als Spiel, Symbol und Fest, H.-G. Gadamer recordaba que en la modernidad la
progresiva ruptura con el consolidado repertorio humanista y cristiano con
contenidos susceptibles de recreación artística, da lugar a una nueva
situación: «El artista ya no pronuncia el lenguaje de la comunidad, sino que se
construye su propia comunidad al proferirse en lo más íntimo de sí mismo» (Gesammelte Werke 8, pág. 94 y ss.). Este
proceso dará lugar a la inevitable conformación de una nueva comunidad
potencial que habrá de extenderse a todo el mundo habitado, es decir, a toda oikumene. Es interesante notar que
Gadamer sostenga que esto sea así, necesariamente, y en virtud de dos razones,
a saber: o bien porque toda obra de arte trasluce una visión del mundo (ora
presente, ora futurible), o bien porque, para quien la contempla, y si la tal
visión es ajena a uno o incomprensible o incluso inconmensurable, se presenta ésta,
al cabo, como una confrontación que puede conducir al aprendizaje de la
desconocida lengua de aquel y aquello que nos está hablando. Dos procesos estos
complejos, enfrentados y de honda raigambre política (no sólo estética) sobre
los que podría, en efecto, decirse mucho, y que aquí se resaltan para hacer ver
que el arte —o bien porque trasluce una visión del mundo compartida, o bien
porque nos confronta, por mediación del lenguaje, con una comprensión del mundo
enteramente desconocida— es una experiencia comunitaria. Sobre esto versa la
obra gadameriana antedicha, a saber: acerca de las experiencias comunitarias
como instantes de actualización de lo bello.
De alguna manera, es a la luz de esta problemática
profusamente aquilatada en las obras del arte no figurativo del siglo XX como
cabe entender la tradición estética y política en la que —según se lee en el
prólogo que Gianni Vattimo ha dedicado a esta obra— se orienta cada vez más la finalidad estética de crear
«acontecimientos en lugar de “objetos”» (pág. 20).
Qué duda cabe que, como indica el filósofo italiano, la
lógica del mercado interfiere en la voluntad de producción y representación de
acontecimientos, eventos, instalaciones, etc., pero no por ello la cuestión de
la estética contemporánea es reducible, en opinión de aquél, a la lógica del
capital. Según la perspectiva de Vattimo, es éste el contexto en el que, dicho
muy someramente, cabe entender la obra de Lluís X. Álvarez.
Sin embargo, trayendo a colación la reflexión primera lo que
aquí se recuerda es que la concepción del arte que cabe asociar, por ejemplo, a
la producción visual de eventos e instalaciones nos remite, ad radice, al problema del arte como
experiencia comunitaria, es decir, como experiencia con una dimensión
claramente política y ética. Este problema es el que, a juicio mío, se aborda
en Estética de la confianza. Pues
mentando el problema de la experiencia comunitaria se alude, de inmediato, al
de la confianza.
El propio Lluís X. Álvarez ofrece una clave de lectura primordial
en el Epílogo con que se cierra Estética
de la confianza: «El debate filosófico de estos últimos veinticinco años
puede describirse así como un intento de aquilatar las consecuencias de la
filosofía como sospecha […]» (pág. 325).
Una de las consecuencias de ese proceso es que, toda vez que
la apelación al lenguaje como «sustituto relajado de la conciencia» (pág. 326) ha
dado lugar a una profunda erosión de toda identidad fuerte del sujeto, la
construcción de la subjetividad sólo se puede aceptar desde la presunción
fundamental de una mediación cultural y social que comienza a pensarse ya no
sólo como «factor racional en el desenvolvimiento de todas las fuerzas
productivas» (pág. 329), sino como condición general de toda comunicabilidad
lingüística. Así lo expresa el autor cuando analiza pormenorizadamente la
filosofía de la sospecha a la luz de la célebre conferencia que Foucault
dictara en el VII Coloquio de Royaumont en 1964, así como de Le
conflict des interprétations, obra que publicaría Ricoeur cinco años más
tarde, a saber: «Praxis marciana, voluntad de poder nietzscheana, y
curación psicoanalítica han de
asociarse a una cierta actividad que las interprete y que las complemente»
(pág. 331).
Es a partir de la asimilación de la filosofía de la sospecha
y de los análisis quintaesenciados en la obra de estos dos autores —mas no
sólo— como Lluís X. Álvarez justifica, en su Epílogo, la perspectiva filosófica
que le asiste: no hay necesidad de sospechar ya entre «lo que es histórico
(pero sólo vive en la memoria), lo que es ficcional (pero arquetípico) y lo que
es ideal (pero efectivo)» (pág. 333).
Estética de la
confianza versa sobre ese mundo de entes inasibles que Popper situó en un
mundo tercero (un mundo poblado de realidades que no pueden clasificarse ni del
lado de lo únicamente material ni de lo meramente psíquico) y cuya radical
condición semiótica (presente en las instituciones, las reglas culturales, los
teoremas, los valores, la naturaleza, el arte, etc.) contienen una forma de
verdad (estética) y de relevancia (moral) que el autor postula y analiza bajo
el lema de una Estética de la confianza. Un
lema que Lluís X. Álvarez abona con un elenco de argumentos en torno a la idea
de que allí donde hay una sociedad enteramente concernida por el cumplimiento
de la justicia, habrá de encontrarse también una sociedad que busque procurarse
placer estético y se entregue a tal tarea en aras de la consecución de un
deleite que, por mor de lo estético, colinde —mas de lleno— con lo
estrictamente político.
A mi entender, el conjunto de argumentos esgrimidos tiene la
originalidad de ofrecer una visión política de la estética e implicar una
apuesta sobre el papel que hubiera de jugar ésta en el seno de las sociedades que se conciben en pos de un
cierto ideal de bienestar, mas también la de ofrecer, indirectamente, una
visión de la historia de la estética con la que fortalecer aquellos argumentos
(Kant y la concepción estética del fin final de la naturaleza, Hegel y la
estetización de la política, Bloch y la imposibilidad de pensar un fin final
para la Utopía de la
historia, así como la de sostener que pueda haber un Canon Global para las
obras de arte, Wittgenstein y el problema de definir un minimum moral, Perelman y la revalorización del modelo del entimema
como «cuerpo de la creencia», etc.). O más que historia de la estética,
historia de un posible theatrum
philosophicum para representación singular de una obra de once capítulos
(semillero de controversias cuya significación ha conseguido alumbrar el autor
a la luz de un único lema; el de la confianza como problema estético mas
también político) y un Epílogo en el que se ofrece perspectiva de sí.
Puede decirse que estos once capítulos son una obra dividida
en dos actos: «Estética y sujeto», «Signos y arte», cuya riqueza de estratos ha
dado en necesitar un «Guión de lectura» propiciado y llevado a término por el
mismo autor. «Estética y sujeto» versa sobre la razón de ser de una estetización
de la vida. «Signos y arte» se centra en la valoración del modelo representado
bajo el mundo del arte para la vida en común.
Estas dos descripciones podrían tomarse ejemplarmente:
procuran al lema de una Estética de la
confianza el régimen de problemas por los que habría de atravesar toda
estética contemporánea de la confianza. Ese régimen no es otro que el de las
experiencias comunitarias como instantes de actualización de lo bello. Régimen
al que aludíamos al comienzo cuando —haciendo correr de nuestra cuenta tal interpretación
y a la luz de una obra precedente del autor: Signos estéticos y teoría: crítica de las ciencias del arte (1986),
manteníamos que la presencia de lo estético es plena en aquel ámbito en el que
las experiencias comunitarias constituyen una suerte de «apertura siempre
renovable de interpretaciones». Pero las reglas de ese ámbito no pueden
dirimirse con otros principios que los de la política. Por eso, en la guía de
lectores que este libro recabará, los habrá que pasen de la estética a la política
con una facilidad tal —incluso cuando el empeño del autor sea permanecer
aparentemente a recaudo de una sola de las disciplinas— que, a buen seguro,
reconocerá que la frontera que separa a una de la otra es, las más de las veces,
porosa o incluso insignificante.
Ensayos como éste nos confían de nuevo la tarea de pensar la
estética contemporánea como propulsora de un ideal de vida que puede ser bello
y puede ser bueno. ¿Podría interpretarse en la presente obra la propuesta de
una Estética de la confianza en tanto
política de la confianza vivida, expresada, actualizada? A mi modo de ver, éste
podría ser uno de los desafíos latentes en el libro. ‘Desafío’ por el modo de
plantear el sentido de la estética y su función social, mas también el sentido
y cometido de la política (en su conjunto, no sólo como política cultural o, si
se me apura, política estética); desafío en el que se abunda en este libro de
una manera poco habitual. Por ello llamará, de inmediato, la atención de cualquier
lector que una de las tesis que más hondamente late en este libro sea la de que
«La gente no quiere por sí misma el cohecho ni menos la extorsión […]. Quiere
vivir bien y confía en que la sociedad democrática le proporcione una estética
al respecto y que el Estado acuda al remedio de las excepciones delictivas […]»
(pág. 52).
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