by Patxi Lanceros
Barcelona: Anthropos Editorial, 2005
Reviewed by María G. Navarro
La política como interpretación de la vida en
común
Así
como en lo que respecta al análisis político del presente cabe afirmar que no
podrá ofrecérsenos éste nunca bajo una figura acabada o una perfecta interrupción
en la idealizada plenitud del tiempo, no es menos cierto que hay escrituras y
análisis del presente político que persiguen envolver figuras certeras de
instantes limitados y, por ello, perfectos.
Si el ámbito de la política «exige el presente como tema y
problema» (como afirma el autor en su introducción, cf. p. 13), el desafío de la escritura en torno a los problemas
filosóficos a través de los cuales pensar certeramente la actualidad de la
política puede afrontarse, entre otros lugares, desde la complejidad de la escritura.
Así es, hay ensayos en los que se aprecia la voluntad de escritura de su autor,
el gusto por una sobriedad que no desdeñe una actitud prolija y generosa —como
la del pintor impresionista que pincela sus propias pinceladas para dotarlas de
una forma de espesor que sólo cabe adquirir por medio de lo que, en el campo
del pensamiento, se llama reflexión— con las posibilidades de la lengua: frases
cortas cuyo rigor semántico no radica únicamente en la expresión directa de una
idea sino, por ejemplo, en la elección de un verbo que encierre varios
sentidos, o en la intercalación de un paréntesis que obligue a deambular al
lector hacia el camino opuesto por el que ya marchaba; o bien, por el
contrario, inclinándose hacia lo múltiple, el pliegue barroco y la expresión
suya bajo subordinadas en las que se hilvana, junto a la idea, un recorrido
posible para ésta: diseñado conforme a su complejidad, polisemia, inestabilidad,
intempestividad o, incluso, su crudeza y su ironía. A mi modo de ver, Política mente. De la revolución a la
globalización da buena cuenta de esa voluntad de estilo.
Política mente es
un libro compuesto por ocho trabajos en torno a cuestiones de filosofía
política —mas no sólo— que tienen por objeto el análisis de algunos de los
problemas de la filosofía moderna y sus consecuencias en la línea del tiempo. Línea
reflexiva aquí, henchida tanto de un futuro
pasado como de un pasado presente, y que, por mor de las implicaciones
hermenéuticas, la comprensión histórica y la perspectiva audaz y genealógica de
la misma, cabría aventurar que acaso para aquélla otra línea unidireccional y
triunfante del tiempo quepa imaginar una suerte más compleja; tal vez, y desde
cierto punto de vista, más incierta, si bien más veraz en tanto temporánea.
Para los ocho capítulos ha encontrado el autor un título y
una resonancia o evocación (como sabemos, el pensamiento da con imágenes, con
metáforas, cuyo poder descriptivo invita, después, a bosquejar o extraer la reflexión
en ellas ensemillada… o viceversa; y le corresponde al filósofo el gusto por
hallar lo ínsito en cada formulación; aquí, las enumeramos añadiendo la
disyunción a fin de evitar equívocos): La lógica del volcán ó La imagen de la sociedad, Revolución ó El mito de la
modernidad, Hacia la guerra perpetua ó La política del miedo y el miedo de la
política, La cabeza del rey ó Dos modelos y un error, Políticas de la ficción ó
La identidad, la diferencia, La decisión de Europa ó Ni identidad, ni Estado,
ni comunidad, All that is solid ó
Política(s) de la Globalización (y vicersa), Como el arco y la lira ó Pensar
(en) los tiempos que vienen.
La lógica del volcán.
La imagen de la sociedad comienza recordándonos la definición que en el
Diccionario de la Real Academia de la lengua Española se lee de ‘magma’ (2. Geol. Masa ígnea en fusión existente en
el interior de la Tierra, que se consolida por enfriamiento).
Una imagen esta que obtuvo su pregnancia teórica en virtud
de la aplicación que le diera Castoriadis a la luz de su investigación en torno
al imaginario colectivo que, solidificado, instauraría el significado de ‘lo
social’ (entendido por Lanceros como lo imaginario radical instituyente y
desplegado en el dominio de la cultura y de la sociedad), siempre dispuesto en
su fondo según la lógica no del progreso lineal, definido y determinado, sino
según la lógica del volcán: una «ficción poiética», así acierta a describirla
Lanceros.
Siguiendo más a Harold Bloom que al propio Castoriadis,
Lanceros propone pensar que en cada proceso social existe un fondo o fondos
conflictivos (ígneos, eruptivos) que «crean novedad y hacen historia» (p. 36);
y extrae un rendimiento semántico ulterior cuando añade que no sólo cada
comunidad social es una comunidad cuya imagen irrumpe y es inventada: también
las tradiciones nacionales (siguiendo en su argumentación a B. Anderson) son
«tradiciones inventadas».
Revolución. El mito de
la modernidad es el análisis de lo que Lanceros llama «nuestro paisaje de
sujetos modernos» (p. 44), un paisaje que ha sido decidido por el mito de la
Revolución. Un mito del tiempo y de su medida, un mito que engendró la Historia,
y que se presentó invariable y riguroso como la revolución copernicana: una
revolución que era, al tiempo, ley. El autor da en este capítulo con una
metáfora que, en la propia historia de la filosofía moderna e ilustrada, se ha visto
colmada de sentido (tal vez, incluso desbordada), pues, ciertamente, Kant y
Hegel extrajeron de los procesos revolucionarios conclusiones que su
pensamiento comprobaba del todo manifiestas en el seno de aquéllos procesos:
así, la Idea de la Historia o una Historia de la Idea (p. 48).
En Hacia la guerra
perpetua. La política del miedo y el miedo a la política, Lanceros investiga
las consecuencias derivadas de la concepción hobbesiana de la condición radical
del género humano: la disposición hacia la guerra preventiva, la comprensión
del Estado absoluto como una necesidad resultante del miedo (o tal vez, del
miedo al miedo), la inseguridad y, en definitiva, la construcción de una
«filosofía política severa» basada en la terrible fraternidad con que a aquél
le cupo en suerte pensar la pesimista vinculación entre los hombres, a saber:
su condición de descendientes de Caín.
Lanceros examina, a través de Michael Foucault —mas también
a partir de Carl Schmitt, y los estudios de Antonio Rivera y José Luis
Villacañas—, la oposición entre naturaleza y gracia, y el abismo entre las dos
ciudades que, en el contexto de una interpretación, en clave política, del mito
de la caída no podía por menos que generar una concepción del Estado como
figura omnipotente, resultado de un recurso (ciertamente sofisticado) a la
trascendencia.
A partir de todo ello, Lanceros justifica lo que llama
«momento hobbesiano» o realismo político, esto es, el resultado de una
dogmática pesimista cuyo colofón es la apología desmesurada de las formas
absolutas de una dominación de todo punto merecida a la luz de la antropología
hobbesiana. Ello da lugar al mito de la capacidad normativa de la fuerza
(otrora fuerza normativa de la razón). La hipótesis explicativa (y crítica) del
realismo político —fórmula que se inspira en J. G. A. Pocok— sirve para hacer
examen de la actual «libertad bárbara de los Estados» en un mundo globalizado.
¿Es posible pensar un mundo futuro sin naciones a partir de
la imagen de un mundo globalizado? El problema del fenómeno (histórico) de las
naciones (sin una historia, sin una teoría) es el problema abordado bajo
el título de La cabeza del rey. Dos
modelos y un error. Existe una conexión evidente (para ello basta explorar
las tesis de Emmanuel Sieyes acerca del Tercer Estado: recurso empleado por el
mismo Lanceros) en torno a la constitución del significado de la nación y el
poder, así como del sentido y funciones de las viejas monarquías: «El principio
político de la nación, el que la crea […] es la transferencia de la soberanía:
la cabeza del rey» (p. 90).
Hay
varios problemas colindantes con la consabida dotación —de que es objeto el concepto
de nación— de una legitimidad política plena a la vista de que éstas, las
naciones, no tienen historia (en el sentido de que, como sostiene Lanceros,
pese a la reivindicaciones historicistas o tradicionalistas con que se suelen
describir los nacionalismos, de hecho, las naciones son instituciones que se
instituyen «sin la historia» (p. 85)), a saber: la preocupación en torno a la
unidad y, consiguientemente, el problema de la constitución de las identidades
individuales y colectivas, además de la gesta de una concepción de la res publica en la que el súbdito se
describe como soberano. Esta problemática versa, en definitiva, en torno a la
contradicción inherente a toda monarquía jurídica; puede sostenerse sin temor
que, a raíz de semejante contradicción, los «dramas de la identidad» (p. 111)
estaban, con ello, servidos, y los ha habido muy variados.
En Políticas de la ficción. La identidad, la
diferencia se da cuenta de ello. Y en el capítulo All that is solid. Política(s) de la Globalización (y viceversa) se
describen problemáticas emparejadas, a saber: la alteración de pautas
descriptivas y la transformación del concepción de normatividad, mas también de
las formas de vida, etc., que supone la modernidad; a lo que ha de sumarse los
flujos de movilidad de la modernidad tardía, los mecanismos enfermizos de
seguridad, división y protección entre continentes, y la historia del Estado
como historia de la relación contractual fundada en el temor y en el anhelo de
seguridad, así como la historia de la despótica situación en la que se
encuentra la política: cuando el mercado regula y legisla.
Se
explora en Políticas de la ficción. La
identidad, la diferencia el hallazgo político de las identidades humanas
como identidades colectivas —frente al modelo moderno de la identidad del
sujeto como portavoz de la humanidad en su conjunto. Explora el autor la
sugestiva temática de tres posibles identidades: la individual o personal (y
habría que establecer, a juicio nuestro, si existen distingos sustantivos o no
entre una y otra), la identidad colectiva (sobre la que pivota, de hecho, el
fascinante problema de la existencia de la memoria histórica) y la identidad
universal.
A
juicio nuestro, estas categorías resultan de una complejidad tal que la mayor
parte de los conceptos básicos de la filosofía moderna, mas también de la
filosofía ilustrada de la historia podrían repensarse, con ello, de nuevo —no
sólo a la luz del problema de la institución de las naciones, o del
subsiguiente problema de los nacionalismos o las teorías sobre el Estado. Aquí,
sin embargo, el autor se plantea cómo conseguir que el espacio público pueda
abrazar (y no sólo tolerar) diferentes identidades personales y grupales o
colectivas. Este ha sido, y habrá de seguir siendo, uno de los problemas más
acuciantes en La decisión de Europa. Ni
identidad, ni Estado, ni comunidad, pues, como recuerda Lanceros, ya
Hölderlin proclamaba: «No somos nada, lo que buscamos lo es todo» (p. 151). La
amarga visión de Europa que sostuvo María Zambrano y otros filósofos de su
época no es óbice para que, siendo incluso la historia del continente (y es una
ironía que Europa sea continente desde el punto de vista político cuando
resulta una imprecisión afirmarlo desde el punto de vista geográfico) una
historia del desarraigo y de la colonización injusta, siga ejerciendo
fascinación el mito de una comunidad cívica, esto es, no étnica, ni acaso
cultural, ni racial, sino política.
«Hoy,
la economía y la tecnología tensan el arco. Ellas tienen la pretensión de
definir, de de-limitar, el espacio lógico y legal en el que ha de continuar la
leyenda humana, dejando su rastro legible de sentido y horror» (p. 203). Esta
es la cuestión con que se cierra el libro, a saber: Como el arco y la lira. Pensar (en) los tiempos que vienen. En
definitiva, la cuestión es saber quién manda, eso quiere decir, a juicio del
autor, que compete a la filosofía el hecho de que «el dispositivo tecnológico
nos interpenetra y nos interpreta» (p. 216). Es un relato colonial más: impone
formas de diálogo, de praxis, de cultura, de economía. Lanceros piensa que la
filosofía debe abundar en «categorías y estrategias que permitan la inflexión
trágica del conato épico» (p. 214).
El
lector avezado en la tradición de la filosofía política disfrutará con la
lectura de este libro, y con el tono reflexivo y creativo que consigue imprimir
al análisis de problemáticas ciertamente muy consolidadas en la historia de la
filosofía. No sólo reflexión pulcra y abundantemente asimilada, no sólo
creatividad a la hora de plantear el asunto de la escritura o el de la
consignación y recreación de los problemas filosóficos sino, antes bien,
reflexividad y creatividad unidas.
Puede
seguirse al autor en La modernidad
cansada y otras fatigas (2006), y en otras obras anteriores cuya lectura es
igualmente sugestiva, a saber: Verdades
frágiles, mentiras útiles: éticas, estéticas y políticas de la postmodernidad (2000)
y también en El lugar de la filosofía:
formas de razón contemporánea (2001).
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