by David H. Finkelstein
Oviedo: KRK Ediciones, 2010
Reviewed by María G. Navarro
“Toda
interpretación pende, juntamente con lo interpretado, en el aire; no puede
servirle de apoyo. Las interpretaciones solas no determinan el significado”
Wittgenstein, Investigaciones
filosóficas § 198
Introducción
La
obra del filósofo estadounidense David H. Finkelstein, Expression and the Inner, publicada originariamente en 2003 por
Harvard University Press (2ª ed. 2008) puede ahora leerse en la versión española
de Lino San Juan, editada por la ovetense KRK Ediciones con el título: La expresión y lo interno.
Finkelstein propone en La
expresión y lo interno un análisis expresivista del autoconocimiento. Podría
parecer cuando menos sorprendente y aún más admirable que con tan sólo dos
capítulos (“Detectivismo y constitutivismo” y “Expresión”) y un Epílogo (“Deliberación
y transparencia”), Finkelstein haya conseguido presentar en esta obra un
planteamiento calificado por muchos como una auténtica renovación de la
discusión analítica en torno al tema del autoconocimiento, o sea, acerca del
problema de qué clase de autoridad quepa atribuir a las expresiones sobre
nuestros propios estados de ánimo y/o nuestros estados mentales sin más.
Finkelstein formula el mentado problema de manera
plenamente inteligible cuando nos interroga del modo siguiente: “¿Cómo es que somos capaces de
exponer nuestros propios pensamientos y sentimientos de una manera tan
sencilla, precisa e investida de autoridad?, ¿en qué sentido es diferente
describir los propios estados mentales, de describir los de cualquier otra
persona?” (pp. 37-38).
La primera parte de la otra está dedicada a presentar y
analizar las dos posiciones teóricas más destacables ante el desafío de cuál
sea, por así decir, la más alta autoridad para hablar de las intenciones y la
vida mental de las personas o, en general, para hablar de la primera persona,
de la consciencia.
Un afán tan simplificador como ciertamente dialéctico y
sistemático lleva al autor a presentar dicho problema teórico a la luz de estas
dos posiciones, hacia las que reconoce haberse decantado en distintos momentos
de su investigación. La primera, acuñada por él mismo como ‘detectivismo’ (de
la que confiesa haber sido un seguidor), consiste en explicar los estados
mentales de las personas apelando a un proceso que les permitiría averiguarlos (pp. 25 y 38).
El partidario del detectivismo piensa que la consciencia
conlleva siempre alguna clase de percepción interior por lo que infiere que uno
mismo (o la persona que se exprese en cuestión) es quien mejor puede hablar
acerca de sus intenciones. Frente al
detectivismo, los partidarios del constitutivismo defienden que la autoridad de
la primera persona únicamente radica en que cuando juzgamos que creemos o
deseamos algo, a menudo, hacemos que el objeto de nuestro juicio o de nuestro
deseo sea el caso.
Un bosquejo rápido de la posición constitutivista en torno
al problema de cómo dar sentido a la autoridad de la primera persona podría
llevarnos a afirmar que la auto-observación no es estrictamente necesaria para
determinar qué pretendo decir cuando juzgo algo (por ejemplo que, bien mirado,
ya es hora de prepararme un té) puesto que con ello hago que esa intención sea
el caso (porque de inmediato esté echando agua caliente sobre el interior de la
tetera).
Si tuviéramos que adelantar cuál es la posición de
Finkelstein tras revisar los distintos modelos de detectivismo y
constitutivismo (asunto en el que nos adentraremos de seguido) habría que decir
que, a juicio del autor, ninguno de estos dos enfoques permite entender
adecuadamente la autoridad de la primera persona o la consciencia en general.
Por lo pronto, incluso sin adentrarnos en un análisis más
pormenorizado sobre cada una de estas dos posiciones enfrentadas, cabe imaginar
una tercera, consistente en la síntesis de las antedichas. Y es que como lo
cierto es que se diría que o bien damos por buena la tesis de que descubrimos
por nosotros mismos nuestros propios estados mentales o bien rechazamos la
postura detectivista, y resolvemos que, muy al contrario, no los descubrimos
sino que los construimos… la tercera posición para disolver el dilema habría de
ser afirmar que ni lo uno ni lo otro sino, antes bien, un poco de las dos
cosas: “a veces los descubrimos y a veces los construimos” (p. 27).
Esta eventual alternativa de Finkelstein tiene, sólo en
cierto modo, un poco de eso, puesto que se decanta inicialmente por adoptar
provisionalmente una posición intermedia para, de seguido, desasirse de ella
rechazándola como solución al dilema o trilema (según se mire).
Por ello, puede objetarse que el autor quiere hacer el
esfuerzo especulativo de situarse del lado de cada una de las posiciones
enfrentadas así como de su síntesis. A este efecto, Finkelstein halla razones
para difuminar las diferencias existentes entre descubrimiento y construcción enrocándose
en una definición alternativa de ‘conciencia interna’ que encuentra en J.
McDowell. Y desde este ejercicio teórico —con el que ciertamente su posición se
ve enriquecida mas no fijada—, vuelve a realizar un giro sobre sí mismo para
presentar una alternativa distinta: su tesis de la expresión y la
interpretación en el Wittgenstein de las Investigaciones
Filosóficas.
Trama
Describamos
ahora con más detalle el apasionante recorrido que propone el filósofo estadounidense.
Dentro del desarrollo de la filosofía analítica se pueden distinguir dos
posiciones distintas en el detectivismo; ambas guardan relación con el
pensamiento de B. Russell. La alusión a Russell no obsta para que el autor
aluda a los verdaderos protagonistas de esta genealogía detectivesca, a saber,
A. Comte, J. S. Mill, y, posteriormente, F. Brentano y W. James. El primero de
ellos, Comte, manifestó con resolución su escepticismo respecto a la
posibilidad de que un sujeto pueda percibirse a sí mismo razonando; pues le
parecía a él que el órgano observado y el observador eran el mismo. Frente a
esta posición, Mill resolvió la dificultad aludiendo a la existencia de un tipo
de percepción interior que actuaba junto a la memoria.
Fue en 1912 cuando Russell acepta en Los problemas de la filosofía la distinción entre nuestro
conocimiento de los objetos físicos y nuestro conocimiento de aquellos datos
sensoriales que conforman su apariencia. A partir de esta distinción inicial,
Russell añade que es mediante la introspección como elaboramos aquellos datos
que proceden de lo que denominó el ‘sentido interno’. En esta etapa, Russell no
sólo distinguió entre la cognición externa y la cognición interna, sino que
añadió que la certeza con la que conocemos nuestras propias cogniciones internas
es de una índole diferente —seguramente más compleja y mayor, dice él— además
de constituir un fenómeno perceptivo únicamente en un sentido metafórico.
A diferencia de un objeto físico y de nuestro conocimiento
acerca de los datos que conforman su apariencia, la cognición interna, anclada
en el sentido interno, es intransferible. Esta posición es caracterizada por
Finkelstein como ‘viejo detectivismo’, y sus rasgos teóricos fundamentales
radican en presentar una visión de la mente como “un órgano epistémicamente
aislado de los procesos que acontecen fuera de ella” (p. 46); además de suponer
que las entidades mentales son de tal índole que nunca podrían pasar
desapercibidas al sujeto (p. 47). La aceptación de estos postulados tornaba un
asunto realmente complicado llegar a saber algo, por ejemplo, sobre las mentes
de otras personas. Fuera como sea, por lo pronto, este planteamiento —el del viejo
detectivismo— se fundaba necesariamente sobre estas dos inferencias: la primera,
que el cuerpo de los demás existe, es decir, que es la causa externa de mis
datos sensoriales; la segunda, que el movimiento de los cuerpos de los demás
está acompañado de pensamientos, tal y como aceptamos que sucede en el caso de
nuestro propio cuerpo.
El viejo detectivismo deja de ser la posición de Russell
unos diez años después, cuando publica El
análisis de la mente. Aplicando un criterio de simplicidad, Russell alumbra
aquí un nuevo detectivismo: somos conscientes de nuestros estados mentales, sí,
pero mediante una forma de acceso idéntica a la que nos lleva a ser conscientes
de sucesos externos, de fenómenos, los cuales conocemos mediante procesos
inferenciales.
Para el nuevo detectivismo, de espíritu más naturalista,
los estados mentales propios son conocidos en principio mejor por uno mismo que
por el resto de las personas, sin que esto suponga que en general el acceso
epistémico propio sea perfecto. Viejos y nuevos detectivistas describen
apasionadamente sus posiciones en un improvisado diálogo con el que Finkelstein
parece mediar como dramaturgo en su notable ensayo filosófico (pp. 60-77).
Si Russell es la figura que ha inspirado este original alumbramiento
de las posiciones vieja y nueva del detectivismo, serán Crispin Wright y Saul
Kripke quienes defiendan el constitutivismo. Buscando una alternativa a la
interpretación de Kripke sobre el pensamiento de Wittgenstein, Wright sostiene
que el problema de la autoridad de la primera persona se halla implícitamente
desarrollado en el segundo Wittgenstein (a quien considera constitutivista)
cuando éste plantea qué cabe entender por el seguimiento de reglas.
Nudo
Como
se sabe, “una regla (o una orden o una instrucción) parece proporcionar un
estándar según el cual se pude juzgar a alguien que trata de seguirla respecto
a si se comporta o no de acuerdo a él” (p. 82). ¿Entendemos el significado de
una regla porque le asignamos una interpretación? Si así fuera, “si decimos que
lo que requiere o significa una regla viene determinado por su interpretación,
nos quedamos dándole vueltas a cómo adquiere su significado la interpretación. Si decimos que la interpretación
requiere su propia interpretación,
nos amenaza un regreso infinito: cada interpretación que introduzcamos requiere
el apoyo de otra” (p. 84).
Kripke afirma que lo que se debate en este problema
filosófico es la tesis escéptica según la cual “no hay hechos sobre lo que
quieren decir nuestras palabras” (p. 89): ¿cómo podría entonces afirmarse que
haya estados mentales con contenido? Con frecuencia se ha dicho que, según esta
interpretación de Wittgenstein, Kripke estaría aquí sosteniendo en definitiva
una teoría de la verdad como redundancia: afirmar que algo es verdadero es lo
mismo que afirmar el enunciado mismo. Wright consigue salir de esta paradoja planteando
lo que él denomina “la respuesta obvia”.
Wright reformula los términos en los que habría que
entender el seguimiento de reglas al hacerse esta sencilla pregunta: ¿por qué
habría de ser irrefutable el platonismo implícito en la tesis de que cuando
seguimos reglas buscamos adivinar lo que el otro tiene en su mente? ¿Por qué no
partir de la suposición de que, en realidad, lo decidimos?
Decidir los requisitos de una regla supone, a su vez,
plantearse que existirían mejores y peores interpretaciones para convenir el
significado de una regla. Esta posición conduce a Wright a sostener una
concepción constitutivista sobre la autoridad de la primera persona porque
“cada regla y cada estado intencional adquiere su contenido mediante cierto
tipo de estipulación” (p. 104).
Finkelstein rechaza en esta obra el constitutivismo de
Kripke así como el de Wright. Para perfilar su posición final repara en el
hecho de que en realidad, para Wittgenstein, el abismo entre la orden y la
ejecución parece poder superarse únicamente por mediación de un acto de
comprensión, es decir, por medio de una interpretación. Pero repara de
inmediato en que salvar ese abismo por medio de esa especie de puente no
elimina la regresión al infinito a la que aludíamos: “Cualquier interpretación
que yo asocie a “¡Manos arriba!” puede malinterpretarse,
y parecerá requerir de tanta interpretación como “¡Manos arriba!” (p. 106).
La expresión y lo
interno plantea en definitiva el abismo existente entre una orden y su
ejecución a la luz del fenómeno de los estados mentales. Es ciertamente una
obra animada por el propósito de interpretar de nuevo a Wittgenstein.
Ese abismo, esa inevitable regresión ad infinitum, el hecho de que determinar el significado de
cualquier interpretación requiera a su vez de otra, no se puede zanjar, según
Finkelstein, apelando a la estipulación, a la decisión, tal y como hace Wright.
Ni la interpretación ni la interposición de una estipulación pueden salvar ese
abismo, ¿por qué?
En opinión del autor, en las descripciones (o
autodescripciones, según se mire) de nuestros estados mentales nos presentamos
como responsables de ellas. No puede decirse de un dolor de cabeza que uno sea
el responsable de él; pero sí puede atribuírseme responsabilidad acerca de mi
creencia (en mi declaración) acerca de tal sensación. Eso lleva a Finkelstein a
acuñar la posición del constitutivismo doxástico, una alternativa teórica que
no resta valor al tema de la responsabilidad en el debate de la autoridad de la
primera persona.
El autor va perfilando esta posición hasta aproximarla a un
cierto constitutivismo declarativo en el que pesa la noción de conciencia interna de McDowell para
quien aquello que, en definitiva, nos permite establecer ciertas garantías de
significado para un juicio son relaciones y capacidades conceptuales ya que la
simple, pura e inmediata experiencia sensorial no puede presentarse como
intermediaria entre el sujeto y el mundo: mis impresiones sobre éste
involucran, precisamente, relaciones conceptuales. En definitiva, tanto la
experiencia interna como la experiencia externa poseen radicalmente (en su
génesis) un contenido conceptual.
Desenlace
Llegados
a este punto, a mi modo de ver, puede decirse que Finkelstein tiene nuevamente
la habilidad de formular dos preguntas con las que vuelve a abrir el estado de
la cuestión hacia derroteros teóricos de calado. La primera se deriva de la
aceptación de la tesis de que las experiencias interna y externa están
constituidas por el desarrollo de capacidades conceptuales. Ahora bien, ¿pueden
los seres vivos que carezcan de dicha capacidad conceptual tener experiencia? Y
en segundo lugar: ¿es realmente nuestro repertorio de conceptos más amplio que
nuestra experiencia, o mejor dicho, que nuestras afirmaciones acerca de
nuestras propias sensaciones?
El retorno constante ora al detectivismo ora al
constitutivismo ora a posiciones intermedias es zanjado por Finkelstein cuando
introduce el problema de la interpretación en los términos en que preocupó a
Wittgenstein cuando éste escribía en Investigaciones
§ 432: “Todo signo parece por sí solo muerto. ¿Qué es lo que le da vida? –Vive en el
uso”.
No hay, pues, que desligar a las palabras de sus entornos, es
decir, de la fuente de su expresividad. ¿Es el expresivismo una posición
consistente? ¿Nos ayuda a entender más acerca no sólo de la autoridad de la
primera persona sino de la consciencia? Así lo cree su autor.
Según me lo represento yo misma puede decirse que el
denominado espacio lógico de la vida
animada al que hace referencia Manuel Liz se expresa presentándosenos bajo
aparente inteligibilidad porque está atravesado por movimientos en su circunstancia.
A mi juicio, una de las descripciones más certeras acerca
de las tesis envueltas en la posición expresivista de Finkelstein la escribió
Ram Neta en 2008 para Philosophical
Review (vol. 117, nº 2). El expresivismo de Finkelstein se funda en el
encadenamiento argumentativo de las siguientes tesis.
En primer lugar: la autoridad de la primera persona con respecto
a sus estados mentales se pone de manifiesto a través de la capacidad de
autodescripción implícita en la expresión de dichos estados, así como de su
contenido representacional. En segundo lugar: pese a que, por consiguiente, la
expresión de dichas autodescripciones constituyen aserciones con un valor de
verdad eso no implica que, en cuanto expresiones, deban ni su condición de
posibilidad (en cuanto expresiones) ni su valor asertórico a la evidencia de su
supuesta verdad. Por último, para Finkelstein, una atodescripción supone la inmediata
producción de un contexto dado para la expresión de estados de conciencia, y
ese contexto nos permite entender los mismos pensamientos o sentimientos
expresados.
La obra del filósofo estadounidense esboza el problema
epistémico del poder expresivo del autoconocimiento y la autodescripción de los
estados mentales; con todo, no agota sin embargo el conjunto de los conflictos
gnoseológicos derivados de su posición.
Prueba de que el potencial de esta obra (reelaboración de
la tesis doctoral de su autor) constituye uno de los libros más sugestivos
escritos en la última década, fue la organización del VI Inter-University
Workshop sobre “Mente, arte y moralidad” celebrada en la Universidad de Oviedo
entre el 8 y 10 de abril de 2010, donde debatieron sobre el pensamiento de
Finkelstein algunos de los más destacados filósofos analíticos de nuestra
actualidad: Barry Stroud, Ángel García Rodríguez, David Pérez Chico, Josefa
Toribio, Josep Corbí, Josep L. Prades, Manuel Liz, Anna Ciaunica, Filip Buekens
y Toni Gomila.
No hay duda alguna acerca de que La expresión y lo interno presenta un discurso de renovación de la
tradición analítica acerca del tópico denominado ‘autoconocimiento’; sin
embargo, a mi modo de ver, habría que mencionar, junto a este último, otro
conjunto de temas colindantes, pertenecientes no sólo a la tradición analítica
sino a sus efectos para la filosofía práctica y la hermenéutica. Pondré dos
ejemplos: cómo afecta la posición expresivista de Finkelstein (la expresión es aquello que define la vida mental
en cuanto tal en todo ser vivo) sobre el ya mencionado logical space of the animal life; y si es posible plantear a partir
de esta obra el proyecto de una cierta naturalización del problema epistémico
de interpretar.
2 comments:
If you want to read about this topic of analytic philosophy, I recommend you to read a very illuminating article written by Jesús Vega Encabo, 'Self-Knowledge as Knowledge? (Teorema, 2011 vol.XXX/3)
Los estudios introductorios pueden llegar a ser auténticas gemas filosóficas. Ayer me leí dos seguidos pertenecientes a dos volúmenes editados por esta misma editorial: KRK Ediciones, de Oviedo, en particular, de su línea editorial Cuadernos de Pensamiento.
Ambos estudios están firmados por el filósofo español Ángel García Rodríguez; esclarecedores, certeros y concisos, los dos estudios son un par de delicias especulativas.
La primera lectura corresponde a su introducción al pensamiento de Barry Stroud y de John McDowell. De Stroud se introduce aquí un artículo suyo ('Argumentos transcendentales') publicado originariamente en 1968 por The Journal of Philosophy vol. LXV, 9, 241-256.
Le sigue un artículo de McDowell publicado originariamente por Teorema 2006, XXV/1, 19-33. Aquí lleva por título 'La concepción disyuntiva de la experiencia: material para un argumento transcendental'.
A esta labor de traducción y edición se suma la publicada más recientemente, en 2010, "La epistemología de las virtudes" de Ernest Sosa. La edición de este segundo libro corre igualmente a cargo de Ángel García Rodríguez.
Sé que una cosa así no habla a favor de una: me ha gustado más el estudio de García Rodríguez sobre la epistemología de virtudes que lo que hasta ahora llevo leído del propio Sosa sobre su propia criatura.
Curiosamente, cuando fui a devolver dos películas a la biblioteca pública Manuel Alvar en Azcona 42 (lugar entrañable para mí y luminoso), me entretuve con un librito cuya portada me llamó la atención. ¡Caramba! -me dije para mí, en exclamación de castizo diálogo interior- ¡de nuevo un libro de la ovetense KRK! Esta vez de la Colección Alternativas.
No me pude marchar sin leerlo de principio a fin sentada en una de esas sillas negras diseñadas por el holandés Theo Van Doesburg... Otra delicia pero esta vez sobre un tema del que no había leído antes nada. Aprendí mucho.
El libro en cuestión es de Alicia Menéndez Tarrazo (2010) "Teoría urbana postcolonial y de género: la ciudad global y su representación"
Un fin de semana de libros dondequiera (de 'donde' y 'querer').
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