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El ritmo temporal de la historia conceptual


Historia conceptual, Ilustración y Modernidad
by Faustino Oncina Coves
Barcelona: Anthropos, 2009

Reviewed by María G. Navarro

Uno de los efectos de la aceleración revolucionaria e industrial que terminó suprimiendo, entre otras cosas, la concepción de un estado estamental ha sido la constante necesidad de describir el sucederse de aquellas notas que supuestamente darían con la clave para descifrar el sentido de los tiempos. Nuestra época —se ha dicho— ya no es la de la era de la información, la sociedad no aspira ya a organizarse ni a entenderse a sí misma en virtud de nuestras capacidades lógicas ni computacionales. Nuestra época parece simpatizar más bien con lo que algunos han llamado la era conceptual. Las aceleraciones producidas por la técnica en la anterior era, la de la información, y la profunda alteración sobre la estructura y sentido de las acciones consecuencia de la articulación y transmisión de los sistemas de comunicación en la era de la información, si no desaparecen, habrán al menos de convivir con la indagación de las variaciones de los conceptos en el tiempo como expresión de una mutación del contexto social, político y cultural. Parecerá a algunos una descripción un tanto grandilocuente pero si nos fijamos en la consolidación de la llamada Begriffsgeschichte o historia conceptual, así como en el impacto que dicha perspectiva histórica y filosófica ha ejercido sobre otras disciplinas, tal vez nos percatemos de que ni el tiempo histórico, ni el tiempo cultural se perciben ya de la misma manera.
El libro de Faustino Oncina, Historia conceptual, Ilustración y Modernidad, es fruto de una investigación dedicada a la indagación semántica de la historia consistente en la interpretación y análisis de conceptos con el fin de ahondar en las experiencias que constituyen el tiempo histórico evitando así en lo posible continuidades equívocas o interesadas. Este último aspecto hace que esa tarea semántica se conjugue con una cierta potencia heurística.
Los distintos capítulos que componen el libro dan cuenta de esa doble faceta presente en el proyecto para una historia conceptual al que consagró su investigación el historiador Reinhart Koselleck fallecido en febrero de 2006. El libro de Faustino Oncina no sólo está compuesto de perspectivas y temáticas de índole histórica, política y filosófica sino que representa un auténtico repertorio teórico donde con imparable prolijidad se aúnan: argumentos, aclaraciones, informaciones, excursiones documentadas, notas eruditas, etc., a cuyo través aparece finalmente la imagen y el sentido de la empresa teórica de la Begriffsgeschichte en la que el autor es uno de esos especialistas que no escasea atenciones al tema que le ocupa: proyectos de investigación, entrevistas, ediciones, congresos, revistas, diccionarios, tesis doctorales dirigidas, artículos, libros y páginas webs, sus excursiones y contribuciones en este ámbito de investigación (junto al no menos valioso realizado por otros colegas colaboradores suyos) explican el porqué de la fuerza y creatividad de este enfoque teórico y práctico dentro y fuera de nuestras fronteras. También de todas estas actividades da cuenta Oncina con sobriedad pero sin prejuicio en este libro, algo que se agradece cuando se lee un trabajo de estas características porque abunda con ello en la idea de que el quehacer teórico es fruto no sólo del estudio paciente y la investigación realizada durante décadas, sino de la acción y el trabajo colaborativos. En este sentido, esta publicación será de gran ayuda para investigadores de disciplinas distintas a la propiamente filosófica o a la histórica, porque es visiblemente el resultado del esfuerzo especulativo —de aproximación, consignación y exploración— para fijar una determinada concepción del tiempo histórico en su potencial heurístico. En ningún caso divulgativo, pese a la claridad con la que está escrito y al escrúpulo con el cual se acota en cada capítulo el argumento y la temática, lo cierto es que exigirá del lector reproducir el esfuerzo teórico que hilvana esta historia conceptual atravesada de Ilustración y modernidad.
Faustino Oncina sostiene que la historia conceptual, en sus distintas modulaciones (la de R. Koselleck, H.-G. Gadamer, la del llamado Collegium de Münster donde estarían representados J. Ritter, H. Lübbe y O. Marquard, así como esa particular variante que es la metaforología de H. Blumenberg, y la de Q. Skinner y J. Pocock) no es sólo una investigación sobre el contenido semántico de conceptos, sino más bien un análisis sobre la modernidad en donde —para los citados autores a excepción de los dos últimos— la semántica no está desvinculada de la pragmática en el sentido de que el concepto de Magistra Vitae más que una enseñanza para evitar la repetición de acontecimientos, nos ofrece los topoi con los cuales bosquejar una ciencia del pronóstico que haga comprensible por qué pueden acontecer historias en general. Por decirlo con toda brevedad, la pregunta fundamental estriba en si existe o no una teoría histórica mínima (p. 67).
Oncina llama la atención sobre el hecho de que el afán de Koselleck por evitar una perspectiva normativa de la historia parece contradecir la doctrina transcendental sobre las condiciones de posibilidad de la historia en que se basa su historia conceptual, pues ese formalismo no es neutral sino que está constituido por pares conceptuales que funcionan como categorías antropológicas formales procedentes de discursos como el de C. Schmitt. A consecuencia de ello, el análisis de la (pato)génesis de la modernidad está “doblado de ética” en el sentido de que pensar en las condiciones de posibilidad de acontecimientos es plantear, en el futuro, unos márgenes flexibles para la acción en comunidad fruto de una cierta conciencia crítica. En ese sentido, Oncina reivindica la Ilustración «no como una ciudadela monolítica, sitiada hoy por doquier, ni como el paradigma maniqueo demonizado por esta generación, sino precisamente por su carácter coral y autorreflexivo […] La Ilustración es estratigráfica, polifónica, y no siempre rima con el pathos apocalíptico de la revolución ni con el fundamentalismo ético. El quiliasmo ilustrado no consiste en una retroalimentación recíproca entre precipitación y deber ni, consiguientemente, se resuelve en la síntesis de un imperativo velociferino» (pp. 18 y 19). Así es como, paradójicamente, el proyecto de la historia conceptual no puede cercenar a la ética en su diagnóstico de la modernidad ni en su particular pronóstico del porvenir entregada como está a la demarcación de los cauces de la acción puesto que la «“contemporaneidad de lo no contemporáneo”, sirve de observatorio privilegiado para detectar lo que ha descabalgado el ritmo atropellado de nuestra civilización y sus engendros: la frustración, exclusión y marginación de los encallados» (p. 19).
El filósofo valenciano presenta una indagación en clave histórica en torno a ciertas figuras determinantes en la filosofía ilustrada y moderna (G. E. Lessing, J. G. Herder, I. Kant, J. G. Fichte, etc.), así como de algunos conceptos tan controvertidos como el de contrato, ontología del arcano, masonería, sociedades secretas, sociedad civil, idealismo, paz, etc. Aunque de modo especialmente conciliador por lo que hay en él de indagación genealógica, lo cierto es que el libro sostiene finalmente una visión crítica sobre la historia conceptual defendida por Koselleck, al tiempo que ofrece una comprensión alternativa acerca de los conceptos que ocuparon a aquél.
Tal vez sea el capítulo dedicado a Lessing (pp.79-123) aquel en el que mejor se pueden rastrear algunos de los más consistentes argumentos en clave histórica que utiliza Oncina para criticar la concepción de Koselleck acerca de los supuestos orígenes, el significado último, así como el alcance político de los postulados ilustrados. La idea de fondo es que Koselleck habría confundido interesadamente el concepto de masonería con el de sociedades secretas (nota 2ª p. 126). A partir de su interpretación de dos textos fundamentales de Lessing, La educación del género humano y, sobre todo, Diálogos para francmasones, Oncina hace notar que para Lessing la historia es como un diálogo ininterrumpido donde ninguna parte puede disolver a otra parte y donde todas las partes son concebidas bajo una tensión, y una disputa también, en busca de la unidad. Lessing cifra en esa tensión (en busca del Uno —Hen kaì Pan) la condición de posibilidad de la comunidad. En ese sentido «la masonería funciona como anticipación de la vida del espíritu, y la vida del espíritu es el Uno y el Todo, las buscadas no pueden ser obras que reposen en algún tipo de división entre los hombres» (p.92). En los Diálogos, Lessing también advierte que en el plano discursivo la búsqueda de la verdad es en cierto modo escéptica si se compara con la acción, pues sobre esta última no planea el secreto y acertijo procedente de las palabras: manifestación práctica de una verdad interior a cuya producción está destinado el discurso. El error de Koselleck habría consistido en no captar que la ontología de la masonería de Lessing no corresponde con la que aplicaba su época cuando convirtió a ésta, en parte, en una extensión de la conciencia moral y, en parte, en un tribunal de la política con el fin de que esa forma de unidad concebida bajo el concepto de Estado pudiera por fin controlar a los miembros de la sociedad. Muy al contrario, Lessing «define el poder despótico como aquel que le sustrae a la sociedad espontaneidad e iniciativa propias y bloquea incluso la autoorganización posible» (p. 97). En definitiva, Oncina sostiene que Lessing habría, de alguna manera, «barruntado la ligación entre fundamentalismo moral y terror. Por eso no apuesta por una política revolucionaria. De ahí que el sabio no pueda decir lo que es mejor callarse. No se puede traducir de manera inmediata una verdad teórica en una verdad práctica, ni una verdad moral en una verdad política» (p. 99).
Como consecuencia de esta concepción de la política y de la moral, el objetivo de la masonería consiste en neutralizar diferencias (injustas) producidas por la sociedad civil con el fin de ir más allá de la función del Estado, el cual cifra en ellas precisamente su razón de ser. Sin embargo, el propio Lessing se mostró ya escéptico cuando observó que el poder había llegado a domesticar a la masonería al introducirla dentro del mecanismo estatal y, por ende, del despotismo ilustrado. La descripción del planteamiento de Lessing es importante para subrayar la recepción que hizo por ejemplo Herder de aquél y, a la postre, para llegar en parte a entender los orígenes de esa visión sesgada de la Ilustración que en ocasiones habría realizado Koselleck. En efecto, en Herder el panteísmo no conduce a la contemplación de la unidad práctica de todos sino que  «el hombre […] disfruta estéticamente de la gloria del infinito y aprende a adorar las individualidades nacionales, sin esgrimir jamás la pretensión de superarlas» (p.113). Pero por ello mismo es, en definitiva, a este último autor a quien habría que achacar un cierto anuncio del historicismo.
De especial interés es el modo en que Oncina concibe, a la luz de la concepción de Herder del nuevo diálogo no entre hombres sino entre naciones (o nacionales mejor dicho) y personalidades la función atribuida posteriormente por Humboldt y Schleiermacher a las universidades. «El reino del espíritu deja de ser una orientación crítica para la acción mundana y es engullido por los grandes espíritus, que pueden convivir apaciblemente con las contradicciones, los prejuicios y las calamidades de la realidad» (p. 117 y ss.). En definitiva, sería a partir de la lectura invertida de los Diálogos de Lessing como habría que entender ese retorno a una concepción mítica del tiempo que impregnaría unas décadas después esa visión de la filosofía alemana como una especie de milagro ungido del sentido oculto de antiguas revelaciones y que estaría presente en «la ideología alemana hasta la Segunda Guerra Mundial» (p.123).
A riesgo de equivocarnos, puede decirse que así como Oncina, al rastrear en la obra de Lessing (entre otros autores), comprende que es a partir de él como en cierto modo habría que reconsiderar la preocupación ilustrada acerca de la conciliación entre el elitismo implícito en toda organización secreta y el ideal moderno de una sociedad democrática, Koselleck, por el contrario, habría en el fondo cargado las tintas en la posterior conexión del derecho con el problema de la historia.
En efecto, algunas de las aporías y tensiones a las que nos referíamos arriba se han intentado resolver a través del ritmo temporal del derecho. Ritmo temporal en el cual atisba Koselleck (teniendo siempre a la vista la investigación histórica) ese conjunto de formas de regulación necesarias para llevar a efecto su aplicación en todo tiempo. Oncina llama la atención en el penúltimo capítulo (y, en cierto modo, también en el último) sobre la controvertida naturaleza de los presupuestos y conflictos teóricos de una presunta temporalización del derecho (en el pensamiento de Fichte y en el de Kant) y, a la postre, nos brinda con ello una importante clave de interpretación acerca de la influencia que ejerció sobre Koselleck este planteamiento en torno a la posibilidad de valorar y consignar estructuras legales repetibles con una cierta vigencia a largo plazo (en el caso de la teoría del derecho pero ¿y en el la investigación histórica?).

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